el erizo inocente y el oso ausente


El erizo, con paso firme y decidido, se dirige al encuentro con su amigo el oso; donde sentados en el tronco y tomando el té, contarán las estrellas: el encuentro crepuscular rutinario. Durante el trayecto, un búho seguía al erizo, mas éste no se percató por estar sumido en la predecible conversación que mantendría con su amigo el oso cuando lo viera.

Sumergido en el presagio se adentró en el bosque y ocurrió algo que lo devolvió a la realidad: una figura a lo lejos lo detuvo sorpresivamente. Un esbelto y portentoso caballo blanco se encontraba pastando en los albores de la niebla. De repente, le invadió una curiosidad enorme por adentrarse en aquella niebla y comprobar si el caballo no se sofocaría al quedarse dormido ahí.

Envuelto en la niebla todo era nuevo para él, no podía creer que ni siquiera divisaba su pata. Una hoja le cayó repentinamente, llenándolo de miedo mientras se tapaba los ojos; luego descubrió que la hoja se posó sobre un caracol que salió por debajo tan tranquilo y campante. Continuando con su camino, a lo lejos, pudo divisar la silueta de un elefante: continuó en dirección contraria. Todo estaba nublado y como por arte de magia un murciélago pasó raudo y veloz cerca del pequeño erizo provocándole un susto atroz; pero se repuso de inmediato mientras unas polillas revoloteaban a su alrededor. Le debió haber gustado pues puso los brazos en forma de cruz y empezó a imitar el revoloteo. Cuando apareció el búho, que lo estuvo siguiendo, emitiendo unos sonidos desconcertantes. El tarado, como lo llamó el erizo, se fue sin más.

Más adelante se topó con un árbol, ahí, en medio de la neblina. Al acercarse a éste olvidó que dejó su mermelada de frambuesa en la superficie. Al rato, se percató y se puso a buscarlas desesperadamente. El erizo era una mezcla de sensaciones, predominando el miedo y la incertidumbre. Un nuevo animal se cruzó en su camino, esta vez fue un perro. El perro encontró y le devolvió su mermelada perdida; luego se fue con el silbido de su amo.

El erizo oyó a lo lejos que su amigo lo llamaba: “¡erizo!”, y decidió correr todavía asustado y a ciegas, pero durante la carrera el pequeño erizo cayó en el río. Después de chapotear un rato se mantuvo a flote dejándose llevar por la corriente y aceptando su eventual destino: la muerte. Pensó que se ahogaría pronto, mas no contó con la repentina aparición de “alguien” que le ofreció su ayuda para llevarlo de vuelta a la orilla.

Ya en el punto de encuentro; el oso, algo agitado y desesperado, le hablaba de lo que había hecho en su ausencia; pero el pequeño erizo, más bien desconcertado y traumado, parecía que no le prestaba atención.

El erizo se sentía contento de estar de vuelta con su amigo, aunque no se podía sacar de la mente al caballo y cómo era que podía encontrarse inmerso en aquella niebla.

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